Toqué un par de instrumentos musicales cuando era pequeña. Primero fue el piano. Practiqué interminablemente intentado aprender notas y escalas. Quería poder tocar piezas clásicas con sentimiento y emoción y que otros pudieran disfrutar lo que yo pudiera aportar a la música. En realidad, tengo muy poco talento musical y luego de unos años y de horas de práctica, incontables lecciones y pequeños recitales y abundantes partituras, era mediocre como máximo. Años más tarde puedo tocar aún “Palillos Chinos”, unos pocos villancicos navideños y algunas de las canciones de “La Novicia Rebelde”.
Durante la mayoría de esos años me sentí una seria e industriosa estudiante de música. Por lo que a mí concernía, mi familia debería disfrutar toda la música que yo aportaba a sus vidas. Par ser justa con ellos, aunque tenía muy poco talento, nadie se quejó jamás o me pidió que dejase de tocar. Pero pensando retrospectivamente, el piano, que fue un regalo de cumpleaños y una de mis más preciadas posesiones, estaba en el sótano, y nadie podía escucharme tocar si estaba en cualquier otra parte de la casa.
Aun así, yo tenía una pequeña perra que era mi constante compañía, y ella me seguía al sótano cuando iba a practicar. Se enroscaba sobre una silla cerca del piano mientras yo tocaba. La pobre soportaba todo, sin quejarse jamás.
El perro de esta familia no es para nada tan generoso. Apodado “perro gruñón” por Internet, tiene una reacción muy graciosa ante la práctica de flauta de su humana. No lo molesta lo suficiente como para levantarse e irse, pero tiene algo que decir sobre ello. Creo que todos podemos comprenderlo.
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